Versión del texto en audio.

Nos hartamos cuando por la radio anunciaron el fin del mundo un domingo por la noche. No fueron las bombas ni la paranoia ni los hombres que se ocultaban en las trincheras blancas del otro lado del mar. Había llegado hoy, mientras afuera caían las hojas secas. Cuando prendimos el televisor, ninguno de los canales informativos decía la verdad, como si nada estuviera pasando. Sin importar qué estación sintonizáramos, todas parecían mentir por igual. 

Sin embargo, el mundo se estaba acabando. Volvimos a la radio. Bajamos las cortinas. Apagamos las luces. Acomodamos nuestras pertenencias junto a un kit de primeros auxilios y nos escondimos debajo de la mesa aun cuando sabíamos que de nada serviría. Nos agarramos de la mano para seguir escuchando. En ningún momento nos escandalizó que dijeran que por la bóveda celeste descendían nubes grises que nos observaban. No nos sorprendió la descripción que hizo de sus tentáculos ni la forma en la que mencionó que recogían a sus víctimas, introduciéndolas en sus entrañas para no volver. Ni siquiera pensamos en advertirle a los vecinos. No iríamos a tocar puertas, a gritar, a anunciar la catástrofe que seguramente se avecinaba. Nada de ello serviría. Tarde o temprano se darían cuenta de que ninguno de nosotros albergábamos esperanza alguna. 

Desde la transmisión surgía una voz grave que nos informaba de lo ocurrido. Astrónomos norteamericanos se habían percatado que desde Marte se desprendían naves mínimas, apenas perceptibles a través de los telescopios más avanzados. Un disco rojo que se separaba del planeta, meramente el resultado de sus condiciones atmosféricas, decían. Nada de qué preocuparse, decían. Intervalos erráticos en los que emanaban inexplicables pero inofensivos Rayos X, a unos 100 millones de kilómetros de distancia. La tierra de ese planeta empezaba a moverse, tan ligeramente, a la distancia. 

Un intervalo en la transmisión. Las teclas del piano serían capaces de calmarnos. Mientras los niños caminaban y reían por la calle, desprovistos de las piedras estelares que irrumpían en la atmósfera, nosotros creímos haber sentido el estruendo de los asteroides que, sin duda, ya habían impactado en la superficie terrestre. Nos aferramos aún más al refugio que nos ofrecía nuestro hogar. La voz de la sala nos advertía de un susurro extraño, de una sustancia verde excretada por las ruinosas piedras que habían caído del cielo, del inhumano palpitar en sus interiores. Sabíamos que algo así no podría, no debería de haber llegado nunca a nuestro mundo. Casi no soportamos escuchar de la gran serpiente que salía de sus adentros, una sombra indescriptible que incluso la voz de la radio no lograba nombrar. 

Sin decir nada, bajamos al sótano en búsqueda de la falsa ilusión de refugio. Una vez que el ruido de la calle nos había atormentado, decidimos volver a colocar nuestros oídos en el fin del mundo. Escuchamos cómo las figuras sin nombre salieron de la nave de la que habían llegado y cómo los reporteros sentían la mirada de algo o alguien y no podían entender… Silencio. Problemas en la emisión. Volvería al piano. Cuando volvió a sintonizar, no tardó mucho en anunciar la muerte de 40 hombres. No deberían de estar muy lejos de aquí. 

Escuchábamos en el exterior la polifonía de gritos y risas con los que estas criaturas seguramente se burlaban de nosotros. De nada serviría ya que anunciaran su ley marcial. De nada serviría el esfuerzo conjunto de los bomberos, ni de toda la humanidad, de retirar los cuerpos, de solucionar la crisis. De nada serviría que cercaran los sitios en los que habían aterrizado, ni la ciencia ni la tecnología con la que buscaban explicar lo sucedido. Un rayo de calor, dijeron. Debería de ser instantáneo, dijeron. Apagamos la radio. Imaginamos la derrota de ejércitos enteros subyugados ante el poderío de las bestias que habían caído del cielo. Imaginamos a los líderes del mundo rindiéndose frente a la inminente catástrofe. Pedirían valor y pedirían patriotismo sin saber que francamente nos encontrábamos cansados. 

Abrimos el cajón de nuestro sótano, allí residían las armas que habíamos jurado no volver a usar. Sabíamos que, frente a ellos, serían inútiles, que de nada servirían ante la amenaza que representaban y que seguramente vendrían a tocarnos la puerta dentro de un instante. Una vez más, el silencio. Desde la ventana del sótano logramos vislumbrar cómo caían las hojas grises del roble de nuestro hogar. Finalmente, los escuchamos llegar. 

La puerta, el timbre, risas. Él tomaría el arma, subiría por las escaleras, alejándose de la luz. Sin antes escucharlo abrir la puerta, el disparo. Su cuerpo haría un golpe sordo al derrumbarse sobre los peldaños de madera, tambaleando al bajar por las escaleras. Cuando por fin volvió a mi campo de visión, ya no tenía rostro. Volví a la radio. Este es el fin. Todo se oscureció. Incluso la transmisión parecía adormecerse. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien al aire? Me acercaría a su cadáver y le arrebataría la escopeta, aún entrecruzada con sus dedos inertes. Yo tampoco sería partícipe de esta farsa. 

Cuando llegó la oficial a registrar el caso, la quinta casa de la colonia que sucumbió ante la transmisión, encontró en sus figuras una tranquilidad que le costaría describir después. Al menos, para ellos, el pánico había finalizado. 

Ilustración de Henrique Alvim Corrêa (1876-1910), tomada de Litherarium

Ricardo Quiroz (Ciudad de México, México, 2001). Docente. Sus ensayos han sido publicados en revista Este País y Nexos. Sus intereses y temas se centran en la literatura de terror, la cuentística y la poética latinoamericana.

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